Un Asiento vacío
Uno, dos y
¡Ya! Atrás quedaron los escalones del colectivo.
Miro hacia
el interior y no lo puedo creer: ¡Un asiento vacío!
Pero… hay
un señor parado y ¿No lo ocupa?
Viste un
saco y un pantalón de colores indefinidos.
Me siento
en el lugar vacante. Abro mi libro, me dispongo a leer, pero sus movimientos me
distraen.
Introduce
su mano derecha en el bolsillo de su pantalón, extrae un papelito blanco, muy
arrugado.
Algo tiene escrito.
Lo acerca a
sus ojos que parecen salirse de sus cuencos. Sostiene las letras entre sus
dedos y agacha su cabeza. Parece el muñeco de un ventrílocuo.
Mira el
papel, mira hacia afuera. Mira el papel
e insiste, siempre mira hacia afuera.
Su
curiosidad horizontal atraviesa el vidrio de la ventanilla.
Mordiéndose
los labios, esboza un esperado gesto de fastidio.
Guarda su
nota. Los pasajeros lo observan.
Él no lo sabe.
Transcurren
tan sólo un instante y vuelve al papel y a mirar hacia afuera.
Con su mano
izquierda sigue sujeto al pasamano vertical, ése que une su piso –tierra con su
techo-cielo.
No se cansa,
porque es su rutina. Otra vez y otra vez
más.
Me levanto.
¿Qué ocurre
con el que está parado?, le pregunto al chofer.
“No lo sé,
ésta es la tercera vuelta completa y no
se baja”.
Me arrimo
al extraño hombre.
Señor:
¿Puedo ayudarlo?
Sorprendido,
aprieta fuerte su texto. Las letras parecen escurrirse entre sus dedos.
Se
desespera.
Con el dedo
índice me señala su ojo derecho y luego la hojita arrugada. A continuación, con
el mismo dedo, gesticula moviéndolo en
forma pendular.
“Lo
entiendo, señor.”
Me di
cuenta: el pobre no sabía leer.
Regresé a
mi asiento, mientras él, por enésima vez observaba lo escrito, agachaba su
cabeza, miraba hacia afuera y guardaba el bollo de papel.
Pero, ahora,
no sé por qué, sonreía.
Saúl Buk 18-03-2016
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