domingo, 22 de julio de 2018


                                                       Saúl Buk
                              Dos muñecas
El tipo desayunaba todos los días en el café del primer piso; igual que yo. Eso no me daba motivos de preocupación, lo que sí me molestó, esa mañana, fue que me miraba en forma insistente mientras sostenía sobre sus muslos un par de guantes de box. Después de cada sorbito de café, mis ojos recibían la orden de espiarlo.Esperó a que terminara de leer el diario o tal vez a que leyera la última página. Se levantó de su silla con los puños cerrados y chocándolos entre sí. Me pidió el diario. Se lo di, pero al rato regresó dando pequeños saltos. Tambaleante, ubicó su cara frente a la mía. Podía oler su aliento. Sin preámbulo me dijo que le faltaban letras al periódico. Entonces me pregunté si no era a el a quien le faltaba algo. Tardé un buen rato en explicarle, con mi mejor sonrisa, que el primero que lo lee le va quitando algunas vocales o una que otra consonante. No lo entendió o no quiso captar la metáfora.
El rostro que me ofrecía estaba encendido, un tomate frito en cada pómulo. Calor y rubor  competían en forma armónica. Intenté suavizar su estado de ánimo colocando mi mano sobre su hombro.
  Señor, debería saber, que según como leamos el periódico le vamos quitando contenido al texto le dije.
No le quise aclarar que a veces le agregamos. Lo iba a complicar más todavía. El tipo seguía sin entender. Alzó su puño derecho, con el cual me amenazó. El pobre camaleón ahora estaba palideciendo y sus ojos perdieron su parte oscura. Una lechada de cal  los cubría. Su testa cayó sobre la mesa. Mi café no soportó el impacto y se distribuyó irregularmente. Una parte sobre  la mesa y otra en el piso. Yo veía una obra de arte. Un damero compuesto por el blanco de su rostro y el negro del café. Me agradaba la composición.
Lo esperé a que reaccionara. Estaba hecho un ovillo. Lentamente levantó su cabeza, acomodó su mirada lo mejor que pudo, mientras toda su osamenta se enderezaba. Resucitó. Inclinó levemente su peluca, que arrastraba todo lo que había quedado sobre su cuello.
Gracias, señor me dijo.
No sé que me quiere decir le respondí.
Usted deberá comprender que el haberme alejado de mi terrible situación, es para agradecer.
Sigo sin entenderlo.
Señor, voy a confesar: soy boxeador y abogado.
Bueno, lo felicito.
Ese no es el problema. La cuestión es que mi esposa se quiere separar.
Le ocurre a muchos le dije.
Si, pero ella quiere divorciarse del boxeador. Mi mujer pertenece a una familia de la alta sociedad.
Me planteaba una situación que yo no podía resolver.
¿Consultó con otro abogado? me animé a preguntarle, mientras secaba la mesa con una servilleta.
No, lo hice con otro boxeador, es más económico. Soy del gremio y conozco el paño.
¿Qué le dijo?
Que aplique en la frágil nariz de mi esposa, todo lo que había aprendido boxeando.
 − Le dije que eso era ilegal, pero si encontraba a alguien que la sustituyera, eso calmaría mis nervios. Lo encontré cuando usted me explicó lo del diario. Me imaginé que usted era ella y lo iba a golpear, pero el abogado que tengo en mi interior prevaleció y me detuvo. Me desaconsejó a que tomara esa actitud violenta. Fue una gran frustración para mí como   boxeador.
− ¿Entonces?
  Supongo que ese fue el instante en el que me desmayé.
Su defensa, aunque breve, no carecía de cierta lógica.
− ¿Ahora qué va a hacer señor o… doctor? En realidad no sé cómo llamarlo.
 Su paciencia me inspira− me dijo. Creo que tengo la solución. Voy a llamar a mi amante, ella adora a los púgiles, los frecuenta a todos.
− ¿Y luego?
− Luego me entregaré de cuerpo y alma, totalmente esposado, a mis dos muñecas.
− En mis dos muñecas− le corregí.
− No señor, para María el abogado  y para Inés el boxeador. ¿No le parece?
− Sí, señor juez− le dije.
Aceptó la adulación. Me devolvió el diario, ya no lo necesitaba.

                       Saúl Buk 05-07-2018
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