Saúl Buk
Dos muñecas
El tipo desayunaba todos los días en
el café del primer piso; igual que yo. Eso no me daba motivos de preocupación,
lo que sí me molestó, esa mañana, fue que me miraba en forma insistente
mientras sostenía sobre sus muslos un par de guantes de box. Después de cada
sorbito de café, mis ojos recibían la orden de espiarlo.Esperó a que terminara
de leer el diario o tal vez a que leyera la última página. Se levantó de su
silla con los puños cerrados y chocándolos entre sí. Me pidió el diario. Se lo di,
pero al rato regresó dando pequeños saltos. Tambaleante, ubicó su cara frente a
la mía. Podía oler su aliento. Sin preámbulo me dijo que le faltaban letras al
periódico. Entonces me pregunté si no era a el a quien le faltaba algo. Tardé
un buen rato en explicarle, con mi mejor sonrisa, que el primero que lo lee le
va quitando algunas vocales o una que otra consonante. No lo entendió o no
quiso captar la metáfora.
El rostro que me ofrecía estaba encendido,
un tomate frito en cada pómulo. Calor y rubor competían en forma armónica. Intenté suavizar
su estado de ánimo colocando mi mano sobre su hombro.
− Señor, debería saber, que según
como leamos el periódico le vamos quitando contenido al texto− le dije.
No le quise aclarar que a veces le
agregamos. Lo iba a complicar más todavía. El tipo seguía sin entender. Alzó su
puño derecho, con el cual me amenazó. El pobre camaleón ahora estaba
palideciendo y sus ojos perdieron su parte oscura. Una lechada de cal los cubría. Su testa cayó sobre la mesa. Mi
café no soportó el impacto y se distribuyó irregularmente. Una parte sobre la mesa y otra en el piso. Yo veía una obra de
arte. Un damero compuesto por el blanco de su rostro y el negro del café. Me
agradaba la composición.
Lo esperé a que reaccionara. Estaba
hecho un ovillo. Lentamente levantó su cabeza, acomodó su mirada lo mejor que
pudo, mientras toda su osamenta se enderezaba. Resucitó. Inclinó levemente su
peluca, que arrastraba todo lo que había quedado sobre su cuello.
− Gracias, señor− me dijo.
− No sé que me quiere decir− le respondí.
−Usted deberá comprender que el haberme alejado de mi terrible situación,
es para agradecer.
− Sigo sin entenderlo.
− Señor, voy a confesar: soy boxeador y abogado.
− Bueno, lo felicito.
− Ese no es el problema. La cuestión es que mi esposa se quiere separar.
− Le ocurre a muchos− le dije.
− Si, pero ella quiere divorciarse del boxeador. Mi mujer pertenece a una
familia de la alta sociedad.
Me planteaba una situación que yo no
podía resolver.
− ¿Consultó con otro abogado?− me animé a preguntarle, mientras
secaba la mesa con una servilleta.
− No, lo hice con otro boxeador, es más económico. Soy del gremio y
conozco el paño.
− ¿Qué le dijo?
− Que aplique en la frágil nariz de mi esposa, todo lo que había
aprendido boxeando.
− Le dije que
eso era ilegal, pero si encontraba a alguien que la sustituyera, eso calmaría
mis nervios. Lo encontré cuando usted me explicó lo del diario. Me imaginé que
usted era ella y lo iba a golpear, pero el abogado que tengo en mi interior prevaleció
y me detuvo. Me desaconsejó a que tomara esa actitud violenta. Fue una gran
frustración para mí como boxeador.
− ¿Entonces?
− Supongo que
ese fue el instante en el que me desmayé.
Su defensa, aunque breve, no carecía de cierta lógica.
− ¿Ahora qué va a hacer señor o… doctor? En realidad
no sé cómo llamarlo.
− Su paciencia
me inspira− me dijo. Creo que tengo la solución. Voy a llamar a mi amante, ella
adora a los púgiles, los frecuenta a todos.
− ¿Y luego?
− Luego me entregaré de cuerpo y alma, totalmente esposado,
a mis dos muñecas.
− En mis dos muñecas− le corregí.
− No señor, para María el abogado y para Inés el boxeador. ¿No le parece?
− Sí, señor juez− le dije.
Aceptó la adulación. Me devolvió el diario, ya no lo
necesitaba.
Saúl Buk 05-07-2018
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