Nueve
dedos para una lata
Hoy
le toca pescado. Va a la heladera y con su mano izquierda saca una tira de
papel impreso, adherido a una pequeña lata redonda y cerrada de ambos lados. Se
calza los anteojos y lee: atún.
La
lleva a la mesada y la limpia con una
servilleta de papel, luego hace un bollito y lo cabecea, como siempre, para
finalmente embocarlo en el tacho de residuos.
Da
dos pasos a la derecha pisando
únicamente las baldosas negras del piso hecho en damero. Abre con su mano
izquierda el segundo cajón del mueble y saca dos tiritas de metal con algo
redondo en su extremo: el abridor de latas.
Golpea
el mármol con su puño derecho, enojado por haber tirado la servilleta. Busca otra y
limpia el abridor.
Antes
de intentar abrir la lata hace algunos movimientos de flexo- extensión con los
dedos de su mano derecha.
Son
cuatro, porque al pulgar se lo amputó una sierra en la carpintería.
Sonríe.
Aprieta sus labios. Mira al cielo. Piensa que esta vez no va a tener
dificultades.
Agarra
la latita con su mano izquierda y con la otra trata de encajar la ruedita
filosa en el borde sobresaliente de la misma. No lo logra. Otra vez golpea el
mármol de la mesada. Insiste y ahora sí; se encajó, se escuchó el ruidito.
Ahora
la lata y el abridor son como novios recién casados.
¿Por
qué no hay abridores para zurdos? Nadie se dio cuenta de que él no puede con la
mano derecha hacer girar la manivela para abrir la lata.
Camina
hacia la mesa de carpintero, llevando esa extraña escultura que forman la lata
y el abridor. El misterio está adentro. Mira fijo la lata. ¿Será de atún el
contenido?
Engancha
en la morsa la parte giratoria del abridor
y da vuelta la lata. Como siempre, coloca un plato debajo, porque
empieza a caer el aceite. Aprieta fuerte la rueda del abridor y con la mano izquierda
hace girar la lata. Se va abriendo. Antes de que se corte del todo la tapa,
afloja la presión de la morsa y retira la lata. La da vuelta y trata de sacar
con la mano la tapa ya casi totalmente desprendida.
En
el esfuerzo se le zafa y se lastima la yema del pulgar. Como siempre, una gota
de sangre cae sobre el pescado.
Su
cara se pone tan roja como el atún teñido.
Respira hondo, se relaja. Sacude los nueve dedos. Va
al cajón de los cubiertos, retira un tenedor con su mano izquierda y como
siempre, come de la lata.
Saúl Buk