El pianista y Foucault
Llegué temprano y lo encontré en la puerta de
entrada del edificio. Era extraño que estuviera en ese lugar. ¿Me estaría
esperando?
―Corte de luz, me dijo―nos
vamos a un café muy lindo y tranquilo que está a la vuelta, en la misma vereda
del Teatro Cervantes, se llama “Las meninas”.
Él ya lo tenía todo organizado,
casi no intercambiamos palabras. Cruzamos
la avenida Córdoba y por Libertad nos arrastramos unos cincuenta metros
(digo, nos arrastramos, por el calor sofocante de ese mes de marzo). Llegamos
al lugar, era un local de los años cuarenta, las paredes interiores revestidas con
una boiserie de madera. Las sillas y las mesas eran del mismo material.
Ubicados en el fondo, estaban
esperando alrededor de una amplia mesa los otros compañeros de taller.
Después de veinte minutos de
precalentamiento hablando de infaltables temas sociales, él escribió números
correlativos del uno al cinco en el mismo número de trocitos de papel blanco. Los dobló y nos dio
para elegir. Me tocó el número cuatro, o sea que sería el cuarto en leer el
texto que había escrito para ese día.
El lugar al que nos había
traído era agradable, levemente ruidoso por las conversaciones en nuestro
derredor, pero soportable.
Cuando me correspondió el
turno de lectura, el pianista (¿dónde
estaba el piano?) comenzó a martillar las teclas.
Levanté el tono de mi voz
para que me escucharan y parecía que el supuesto músico, intencionalmente, flagelaba
el instrumento con más fuerza. Los dos íbamos in crescendo.
Parecía un concierto
cacofónico a cinco manos.
Se puso difícil, nadie
escuchaba lo que yo leía. Fernando propuso regresar a su estudio para continuar
con las lecturas. Nadie quería y yo tampoco.
Lo único que quedaba por hacer era inmovilizar al
miserable ejecutante, atarle las manos o algo parecido.
Me paré sobre el asiento de mi silla y le hice
aparatosas señas al mozo, pero él no
entendía. Luego, le hice gestos con mis dedos índice y medio de la mano derecha,
simulando una tijera; mientras que con
la izquierda le señalaba insistentemente al loco del saco negro que estaba
delante del piano.
Desde la otra punta del extenso
local (Foucault, que así lo llamaban al mozo) me respondía con su dedo índice izquierdo con gestos pendulares,
dándome a entender que mi solicitud era denegada.
Me bajé de la silla de un
salto y me dirigí directamente al aporreador de teclas, que además era tonto,
ya que con ese calor vestía un saco de abrigo. Estando ya a un metro de
distancia del “concertista”, vi con asombro que las teclas se desprendían y volaban por los aires. Además el tipo estaba
poseído, a pesar de que varios dedos se le quedaron trabados en los huecos
dejados en el teclado. Me acerqué y
estando a muy corta distancia, vi que enormes lombrices envolvían y se enrollaban
en sus manos, en especial en los dedos y sus movimientos de odalisca (el de las
lombrices) le trababan las falanges por debajo de los pequeños espacios
abandonados.
Miré el piano y no tenía
tanta tierra ni humedad, como para que se desarrollaran en su interior esos
animalitos.
¡Rarísimo! Yo estaba algo
alterado con el espectáculo.
Le solicité, casi le imploré,
conteniendo toda mi ira a que cesara de tocar.
―Señor, no depende de mí, es
un playback, me respondió, haciendo un extraño giro con su cabeza.
―No le creo estólido, le
grité.
― ¿Es qué?, me dijo,
mientras movía su cabeza como trazando círculos.
Fui hasta el mostrador y le pedí al cajero que
consiga una percha. Me vio tan furioso que la trajo inmediatamente. No sé de dónde la
sacó.
Caminé sigilosamente y en
punta de pies por detrás del pianista, cuando lo tuve a mi alcance le introduje
la percha dentro de su saco, colocando los extremos de la misma por debajo de
ambas hombreras.
Transpirado como estaba,
tomé la percha del gancho y la levanté con músico incluído, mientras me dirigía
a Foucault, gritándole: “retire ese cuadro de la pared”.
Lo hizo algo asustado.
Del clavo, que antes sostenía un decorativo
paisaje, colgué la percha y su contenido, (rápidamente pensé que si
podía aguantar un paisaje, seguramente aguantaría un músico).
Lo miré por un instante,
tenía la cabeza metida dentro del saco y la barriga al aire. Se leía claramente
el tatuaje que se había hecho en el abdomen: “amo la música”.
Me subí a una mesa y le pedí
a todos los concurrentes que se aproximaran. Los arengué.
Se me ocurrió que si entre
todos y en forma solidaria dibujábamos peces en las paredes, éstos se comerían
las lombrices, liberaríamos al loco del piano y quedaríamos únicamente en el
bar los cuerdos.
Todos ayudaron, bosquejando
con marcadores que aportó generosamente Foucault.
Voy a excluir de este relato
los términos de la arenga.
Los inteligentes peces en lugar de comerse a las
lombrices, las sacaron a bailar y se balanceaban al compás de “Danubio Azul”.
Ellos sabían que luego se comerían a esos gusanos, ya que estarían mareados por
los giros y sin anzuelos en su interior, ya que no había pescadores cerca.
La música continuaba sonando
y yo quedé atrapado por una maraña de corcheas y semifusas.
Lo tengo muy claro.
El pianista, desembarazado
de las lombrices, consiguió limpiar sus manos y sacar su cabezota calva de
dentro del saco. Después de efectuar un giro de ciento ochenta grados con la
calota, la inclinó hacia abajo y se leyó a sí mismo: “amo la música”.
Inspiró profundamente, como
si fuera un ritual y mientras exhalaba el aire, comenzó a caminar lentamente y
sin darse vuelta, derechito como una batuta, desapareció.
Mientras,
en la mesa del fondo, quedaron mis cinco compañeros que me miraban absortos,
como si nada hubiera ocurrido.
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