lunes, 14 de diciembre de 2015

                                                      El pianista y Foucault


 Llegué temprano y lo encontré en la puerta de entrada del edificio. Era extraño que estuviera en ese lugar. ¿Me estaría esperando?
―Corte de luz, me dijo―nos vamos a un café muy lindo y tranquilo que está a la vuelta, en la misma vereda del Teatro Cervantes, se llama “Las meninas”.
Él ya lo tenía todo organizado, casi no intercambiamos palabras. Cruzamos  la avenida Córdoba y por Libertad nos arrastramos unos cincuenta metros (digo, nos arrastramos, por el calor sofocante de ese mes de marzo). Llegamos al lugar, era un local de los años cuarenta, las paredes interiores revestidas con una boiserie de madera. Las sillas y las mesas eran del mismo material.
Ubicados en el fondo, estaban esperando alrededor de una amplia mesa los otros compañeros de taller.
Después de veinte minutos de precalentamiento hablando de infaltables temas sociales, él escribió números correlativos del uno al cinco en el mismo número de  trocitos de papel blanco. Los dobló y nos dio para elegir. Me tocó el número cuatro, o sea que sería el cuarto en leer el texto que había escrito para ese día.
El lugar al que nos había traído era agradable, levemente ruidoso por las conversaciones en nuestro derredor, pero soportable.
Cuando me correspondió el turno de  lectura, el pianista (¿dónde estaba el piano?) comenzó a martillar las teclas.
Levanté el tono de mi voz para que me escucharan y parecía que el supuesto músico, intencionalmente, flagelaba el instrumento con más fuerza. Los dos íbamos in crescendo.
Parecía un concierto cacofónico a cinco manos.
Se puso difícil, nadie escuchaba lo que yo leía. Fernando propuso regresar a su estudio para continuar con las lecturas. Nadie quería y yo tampoco.
Lo  único que quedaba por hacer era inmovilizar al miserable ejecutante, atarle las manos o algo parecido.
 Me paré sobre el asiento de mi silla y le hice aparatosas señas al mozo, pero  él no entendía. Luego, le hice gestos con mis dedos índice y medio de la mano derecha, simulando una  tijera; mientras que con la izquierda le señalaba insistentemente al loco del saco negro que estaba delante del piano.
Desde la otra punta del extenso local (Foucault, que así lo llamaban al mozo) me respondía con  su dedo índice izquierdo con gestos pendulares, dándome a entender que mi solicitud era denegada.
Me bajé de la silla de un salto y me dirigí directamente al aporreador de teclas, que además era tonto, ya que con ese calor vestía un saco de abrigo. Estando ya a un metro de distancia del “concertista”, vi con asombro que las teclas se desprendían  y volaban por los aires. Además el tipo estaba poseído, a pesar de que varios dedos se le quedaron trabados en los huecos dejados  en el teclado. Me acerqué y estando a muy corta distancia, vi que enormes lombrices envolvían y se enrollaban en sus manos, en especial en los dedos y sus movimientos de odalisca (el de las lombrices) le trababan las falanges por debajo de los pequeños espacios abandonados.
Miré el piano y no tenía tanta tierra ni humedad, como para que se desarrollaran en su interior esos animalitos.
¡Rarísimo! Yo estaba algo alterado con el espectáculo.
Le solicité, casi le imploré, conteniendo toda mi ira a que cesara de tocar.
―Señor, no depende de mí, es un playback, me respondió, haciendo un extraño giro con su cabeza.
―No le creo estólido, le grité.
― ¿Es qué?, me dijo, mientras movía su cabeza como trazando círculos.
 Fui hasta el mostrador y le pedí al cajero que consiga una percha. Me vio tan furioso que  la trajo inmediatamente. No sé de dónde la sacó.
Caminé sigilosamente y en punta de pies por detrás del pianista, cuando lo tuve a mi alcance le introduje la percha dentro de su saco, colocando los extremos de la misma por debajo de ambas hombreras.
Transpirado como estaba, tomé la percha del gancho y la levanté con músico incluído, mientras me dirigía a Foucault, gritándole: “retire ese cuadro de la pared”.
Lo hizo algo asustado.
Del  clavo, que antes sostenía un decorativo paisaje, colgué  la percha  y su contenido, (rápidamente pensé que si podía aguantar un paisaje, seguramente aguantaría un músico).
Lo miré por un instante, tenía la cabeza metida dentro del saco y la barriga al aire. Se leía claramente el tatuaje que se había hecho en el abdomen: “amo la música”.
Me subí a una mesa y le pedí a todos los concurrentes que se aproximaran. Los arengué.
Se me ocurrió que si entre todos y en forma solidaria dibujábamos peces en las paredes, éstos se comerían las lombrices, liberaríamos al loco del piano y quedaríamos únicamente en el bar los cuerdos.
Todos ayudaron, bosquejando con marcadores que aportó generosamente Foucault.
Voy a excluir de este relato los términos de la arenga.
Los  inteligentes peces en lugar de comerse a las lombrices, las sacaron a bailar y se balanceaban al compás de “Danubio Azul”. Ellos sabían que luego se comerían a esos gusanos, ya que estarían mareados por los giros y sin anzuelos en su interior, ya que no había pescadores cerca.
La música continuaba sonando y yo quedé atrapado por una maraña de corcheas y semifusas.
Lo tengo muy claro.
El pianista, desembarazado de las lombrices, consiguió limpiar sus manos y sacar su cabezota calva de dentro del saco. Después de efectuar un giro de ciento ochenta grados con la calota, la inclinó hacia abajo y se leyó a sí mismo: “amo la música”.
Inspiró profundamente, como si fuera un ritual y mientras exhalaba el aire, comenzó a caminar lentamente y sin darse vuelta, derechito como una batuta, desapareció.

Mientras, en la mesa del fondo, quedaron mis cinco compañeros que me miraban absortos, como si nada hubiera ocurrido.
                                     
                                                         
                                                     Anita y la fontana
                                                                                        La necesidad del mito, estará presente allí donde
                                                                                        haya personas que se llamen a sí mismas humanas.

                                                                                                                                    Rollo May 
                                                                                                                                                                                                                      Mi amigo y yo, decidimos premiarnos con un viaje al verano europeo. Ambos habíamos egresado ese año, de la Universidad de Buenos Aires, invictos en nuestra carrera profesional
Trámites y pago de por medio, llegamos a Roma en un vuelo directo.
 Transportados al hotel, sólo tuvimos un rato de descanso y salimos para encontrarnos con el resto de la gente que había contratado el mismo circuito turístico que nosotros.
Sabíamos, por haber leído y escuchado, que una de las excursiones que más nos iba a conmover sería la visita por la noche a la Fontana di Trevi, que era el horario en el que concurrían principalmente los solteros.
 El guía nos informó que además de llamarse así por haber sido el lugar de encuentro de tres vías o sea tres desembocaduras de calles de Roma, este lugar era antiguamente el punto final de un acueducto, el Acqua Vérgine.
Era costumbre que los visitantes, ubicándose de espaldas a la misma, arrojaran con la mano derecha tres monedas al interior de la fuente.
 Se procedía a este ritual, haciéndolo por sobre el hombro izquierdo, y de esa manera se cumplía el mito que se había originado en la filmación de la película La dolce Vita. Consistía simplemente en que la primera moneda hacía cumplir el deseo de  volver a visitar Roma. La segunda era conocer a una mujer italiana. La tercera era que uno se casaba con ella.
Estando al borde de la fuente, descubrí  que sólo tenía una moneda, por lo que me sentía algo apenado, a pesar de no creer mucho en los mitos.
 Mi amigo no tenía dinero metálico.
Yo tenía los ojos  fijos en los pequeños círculos que se producían en el agua, cada vez que una moneda chocaba con la superficie de la misma.
De pronto  apareció una imagen, casi fantasmal, de Anita Ekberg, en el medio de la fuente.
Ella flexionaba y extendía su dedo índice derecho, con la palma de la mano mirando al cielo y me decía en italiano:
-Qui, Marcello.
Entender, le entendí, pero…
Me di vuelta para ver quién era Marcello, pero parecía que para ella, Marcello era yo.







La escultural belleza, de sugerentes carnes y estrecho corsé, se agachó e introdujo su otra mano en el fondo de la fuente, levantó dos monedas del piso y me las mostraba con mucha gracia para que yo fuera a buscarlas.
- Qui Marcello, me dijo acentuando cada  una de las letras ele.
Me introduje en el agua, que me llegaba a las rodillas, mientras mi amigo me decía que estaba loco. Me acerqué a la diva y tomé de su mano las dos monedas.
Salí de la fuente, busqué en el bolsillo del pantalón mojado mi moneda, me ubiqué de espaldas al lugar en el que se encontraba Anita y arrojé de a una por vez las tres monedas, pidiendo los correspondientes deseos.
Cuando me di vuelta para ver si había ocurrido algo, observé un espacio vacío, ella había desaparecido. Todavía no entiendo, pero me acongojé. Yo también me sentía vacío...
Lo más curioso, es que mi amigo (mientras ocurrían estos sucesos), no la vio. No me extrañaba, sólo confirmaba que era un atolondrado.
¿Hacia dónde estaría mirando?
Se lo pregunté varias veces y él, no sé por qué, me observaba con desconfianza.
El haber utilizado monedas arrojadas anteriormente por otro, me tenía mortificado.
 Luego nos fuimos y me quedé pensando si no le habría quitado la suerte a alguna otra persona,
 Pero el hecho ya no tenía reparación posible.
Por suerte esa noche tuve un sueño en el cual se me apareció Anita Ekberg, donde me confesaba que me estuvo esperando y que ella era la mujer predestinada.
Agregó que, seguramente, si ella hubiera sido italiana, se habría convertido en mi esposa.
Me desperté sobresaltado.
No lograba coordinar mis ideas lógicamente, lo sacudí a mi amigo que dormía en la cama vecina.
Se despertó asustado, miró el reloj, eran las tres de la mañana.
-¿Los sueños serán mitos y la vida será un sueño?, le pregunté.

Me miró muy fríamente, giró su cabeza (como lo hacen los muñecos de los ventrílocuos), se abrazó a la almohada y comenzó a roncar una dulce melodía.
                                     
                                                         
                                                     Anita y la fontana
                                                                                        La necesidad del mito, estará presente allí donde
                                                                                        haya personas que se llamen a sí mismas humanas.

                                                                                                                                    Rollo May 
                                                                                                                                                                                                                      Mi amigo y yo, decidimos premiarnos con un viaje al verano europeo. Ambos habíamos egresado ese año, de la Universidad de Buenos Aires, invictos en nuestra carrera profesional
Trámites y pago de por medio, llegamos a Roma en un vuelo directo.
 Transportados al hotel, sólo tuvimos un rato de descanso y salimos para encontrarnos con el resto de la gente que había contratado el mismo circuito turístico que nosotros.
Sabíamos, por haber leído y escuchado, que una de las excursiones que más nos iba a conmover sería la visita por la noche a la Fontana di Trevi, que era el horario en el que concurrían principalmente los solteros.
 El guía nos informó que además de llamarse así por haber sido el lugar de encuentro de tres vías o sea tres desembocaduras de calles de Roma, este lugar era antiguamente el punto final de un acueducto, el Acqua Vérgine.
Era costumbre que los visitantes, ubicándose de espaldas a la misma, arrojaran con la mano derecha tres monedas al interior de la fuente.
 Se procedía a este ritual, haciéndolo por sobre el hombro izquierdo, y de esa manera se cumplía el mito que se había originado en la filmación de la película La dolce Vita. Consistía simplemente en que la primera moneda hacía cumplir el deseo de  volver a visitar Roma. La segunda era conocer a una mujer italiana. La tercera era que uno se casaba con ella.
Estando al borde de la fuente, descubrí  que sólo tenía una moneda, por lo que me sentía algo apenado, a pesar de no creer mucho en los mitos.
 Mi amigo no tenía dinero metálico.
Yo tenía los ojos  fijos en los pequeños círculos que se producían en el agua, cada vez que una moneda chocaba con la superficie de la misma.
De pronto  apareció una imagen, casi fantasmal, de Anita Ekberg, en el medio de la fuente.
Ella flexionaba y extendía su dedo índice derecho, con la palma de la mano mirando al cielo y me decía en italiano:
-Qui, Marcello.
Entender, le entendí, pero…
Me di vuelta para ver quién era Marcello, pero parecía que para ella, Marcello era yo.







La escultural belleza, de sugerentes carnes y estrecho corsé, se agachó e introdujo su otra mano en el fondo de la fuente, levantó dos monedas del piso y me las mostraba con mucha gracia para que yo fuera a buscarlas.
- Qui Marcello, me dijo acentuando cada  una de las letras ele.
Me introduje en el agua, que me llegaba a las rodillas, mientras mi amigo me decía que estaba loco. Me acerqué a la diva y tomé de su mano las dos monedas.
Salí de la fuente, busqué en el bolsillo del pantalón mojado mi moneda, me ubiqué de espaldas al lugar en el que se encontraba Anita y arrojé de a una por vez las tres monedas, pidiendo los correspondientes deseos.
Cuando me di vuelta para ver si había ocurrido algo, observé un espacio vacío, ella había desaparecido. Todavía no entiendo, pero me acongojé. Yo también me sentía vacío...
Lo más curioso, es que mi amigo (mientras ocurrían estos sucesos), no la vio. No me extrañaba, sólo confirmaba que era un atolondrado.
¿Hacia dónde estaría mirando?
Se lo pregunté varias veces y él, no sé por qué, me observaba con desconfianza.
El haber utilizado monedas arrojadas anteriormente por otro, me tenía mortificado.
 Luego nos fuimos y me quedé pensando si no le habría quitado la suerte a alguna otra persona,
 Pero el hecho ya no tenía reparación posible.
Por suerte esa noche tuve un sueño en el cual se me apareció Anita Ekberg, donde me confesaba que me estuvo esperando y que ella era la mujer predestinada.
Agregó que, seguramente, si ella hubiera sido italiana, se habría convertido en mi esposa.
Me desperté sobresaltado.
No lograba coordinar mis ideas lógicamente, lo sacudí a mi amigo que dormía en la cama vecina.
Se despertó asustado, miró el reloj, eran las tres de la mañana.
-¿Los sueños serán mitos y la vida será un sueño?, le pregunté.

Me miró muy fríamente, giró su cabeza (como lo hacen los muñecos de los ventrílocuos), se abrazó a la almohada y comenzó a roncar una dulce melodía.