miércoles, 4 de marzo de 2015

As de espadas



                                                       As de espadas


Disponían de  tan sólo  quince minutos  para comer. Eso ocurría una vez en cada  jornada, cuando el reloj marcaba las doce del mediodía.
Entre hombres y mujeres eran como cuarenta, sentados a ambos lados de una larga y ridícula mesa de tablones de madera.
Todos comían lo mismo: un sándwich de mortadela. La bebida: una taza de  mate cocido.
 Luego, es decir, a fin de mes, había que pagar lo consumido. El trámite era muy simple, se les descontaba del sueldo.
-¡Truco!, dijo Juan el santiagueño, teniendo en la boca todavía un trozo de  pan con el supuesto fiambre.
-Bueno levanten las cartas que seguimos con el trabajo, dijo Antonio, un robusto formoseño.
-¿Ya pasaron los quince?, preguntó uno de los que jugaba.
No hubo respuesta.
-Me gustaría que nos dieran más tiempo  para jugar al truco, insistió inútilmente y con las cartas en la mano, un correntino que había llegado hacía poco tiempo.
Otra vez silencio.
Ese era el entretenimiento diario. Truco, sándwich y mate. Pero ese día habían comenzado a jugar  con retraso. Casi siempre daba para un par de manos.
Ya sentados para iniciar sus tareas en las máquinas de coser, conversaban sobre cómo habían llegado a ese lugar. Lo hacían en voz muy baja.
El tucumano Emilio, comentaba que sus familiares leyeron en un aviso, que se publicó en un pueblito del interior de su provincia, que se ofrecía trabajo en Buenos Aires.
La ventaja era, que sólo se les cobrarían los gastos de traslado, a quien aceptara ir a trabajar al taller de costura de una gran firma de ropa femenina de la capital.
-A mí me ocurrió algo parecido, dijo otro, pero…
-Sin hablar, ustedes dos, gritó el capataz.
-Hijo de perra, murmuró un boliviano, que hacía tiempo estaba en ese lugar. Se acomodó algo en la boca, parecía ser un diente de metal que se movía cada vez que  su mandíbula se desplazaba para  articular alguna palabra.
-Estoy cansado, eso de estar despierto desde las cinco de la mañana, que te despierten a los gritos y te recuerden que “a las y cuarto” tenés que estar sentado frente a la máquina, no es justo, ¿no?
-Claro que no, decía siempre el correntino José, que se enorgullecía porque le habían puesto su nombre por  San Martín, que era de su mismo pueblo, Yapeyú.
-Silencio, otra vez resonó el vozarrón ya conocido, esto sigue hasta las once de la noche y no hay que bajar la producción.Sigan, sigan, que ya va sonar el timbre.
Y el timbre sonó. Sonó a las once en punto. Todos se levantaron de sus banquitos.
 Algunos miraron de reojo por  la rendija de una ventana que daba a un hueco. Era noche cerrada.
-Tengo acalambrados los pies, pero igual mañana nos vemos en el partido de truco. Te vamos a dar la revancha, dijo tosiendo, el tucumano.
Era obvio que se dirigía al santiagueño, con el que mantenía una pica provinciana.
El que  tosía, formaba pareja de juego con otro paisano y enfrentaban siempre a dos santiagueños.
Al día siguiente se apuraron los cuatro rivales y antes del primer bocado, comenzaron a jugar.
-¿Tenés “ pal’ tanto”?
-Siempre tengo, compañero.
-Envido entonces, decía y se atoraba con la tos.
- Quiero, veintitrés, dijo el santiagueño.
-Veintiseis, son mejores, dijo  el de la tos. Y mostró las cartas, porque pensaba irse al mazo.
-Un dos y un tres de oro son veinticinco, animal. Perdiste  los porotos.
-Si vos tenes un as y un dos y yo tengo un dos y un tres, te gané, respondió enfurecido el tucumano.
-Pero debiste  cantar bien: veinticinco y no veintiséis. ¿Hasta qué grado fuiste?
-No fui a la escuela, aprendí a jugar al truco con mi primo Eulalio, en el galpón de la estancia.
De pronto el tucumano, comenzó a toser muy fuerte, en forma casi convulsiva. Su cara fue tomando un color borravino, a pesar de que normalmente era pálido.
Escuchaba que le gritaban:”TRUCO”, pero no podía contestar.
El había pispiado sus cartas.
 Era la tercera, la decisiva. Apoyó, casi con violencia  su baraja  triunfal sobre la frente, hizo una gran inspiración y luego una catarata  de sangre espumosa, cayó sobre la mesa de juego. Se formó un gran charco. Todos miraban alterados, pero  no se movían.
Otra vez  se escuchó, pero ahora  como  un martillazo: “TRUCO”.
Juan, el tosedor tucumano,  fue inclinando el torso y la cabeza, como si estuviera agradeciendo. Golpeó con la parte superior de su rostro, justo  en el centro del coágulo que se había formado sobre los tablones.
Parecía que el as de espadas, carta que lucía exitosa, se incrustaba  directamente en su hueso frontal.
- “TRUCO”, se escuchó nuevamente.
El nacido en Santiago del Estero, estaba alterado. Se había parado y daba pequeños saltitos. 
-“TRUCO”, “TRUCO”, gritaba y golpeaba con su puño, haciendo temblar las tazas.
Hasta que su propio compañero, que había sido mano, en un tono casi paternal, le dijo: “no ves que no quiere, no quiere más”.
                       Saúl Buk    -----17-06-2013

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