As de espadas
Disponían
de tan sólo quince minutos para comer. Eso ocurría una vez en cada jornada, cuando el reloj marcaba las doce del
mediodía.
Entre
hombres y mujeres eran como cuarenta, sentados a ambos lados de una larga y
ridícula mesa de tablones de madera.
Todos
comían lo mismo: un sándwich de mortadela. La bebida: una taza de mate cocido.
Luego, es decir, a fin de mes, había que pagar
lo consumido. El trámite era muy simple, se les descontaba del sueldo.
-¡Truco!,
dijo Juan el santiagueño, teniendo en la boca todavía un trozo de pan con el supuesto fiambre.
-Bueno
levanten las cartas que seguimos con el trabajo, dijo Antonio, un robusto
formoseño.
-¿Ya
pasaron los quince?, preguntó uno de los que jugaba.
No
hubo respuesta.
-Me
gustaría que nos dieran más tiempo para
jugar al truco, insistió inútilmente y con las cartas en la mano, un correntino
que había llegado hacía poco tiempo.
Otra
vez silencio.
Ese
era el entretenimiento diario. Truco, sándwich y mate. Pero ese día habían
comenzado a jugar con retraso. Casi
siempre daba para un par de manos.
Ya
sentados para iniciar sus tareas en las máquinas de coser, conversaban sobre cómo
habían llegado a ese lugar. Lo hacían en voz muy baja.
El
tucumano Emilio, comentaba que sus familiares leyeron en un aviso, que se
publicó en un pueblito del interior de su provincia, que se ofrecía trabajo en
Buenos Aires.
La
ventaja era, que sólo se les cobrarían los gastos de traslado, a quien aceptara
ir a trabajar al taller de costura de una gran firma de ropa femenina de la
capital.
-A
mí me ocurrió algo parecido, dijo otro, pero…
-Sin
hablar, ustedes dos, gritó el capataz.
-Hijo
de perra, murmuró un boliviano, que hacía tiempo estaba en ese lugar. Se acomodó
algo en la boca, parecía ser un diente de metal que se movía cada vez que su mandíbula se desplazaba para articular alguna palabra.
-Estoy
cansado, eso de estar despierto desde las cinco de la mañana, que te despierten
a los gritos y te recuerden que “a las y cuarto” tenés que estar sentado frente
a la máquina, no es justo, ¿no?
-Claro
que no, decía siempre el correntino José, que se enorgullecía porque le habían
puesto su nombre por San Martín, que era
de su mismo pueblo, Yapeyú.
-Silencio,
otra vez resonó el vozarrón ya conocido, esto sigue hasta las once de la noche
y no hay que bajar la producción.Sigan, sigan, que ya va sonar el timbre.
Y
el timbre sonó. Sonó a las once en punto. Todos se levantaron de sus banquitos.
Algunos miraron de reojo por la rendija de una ventana que daba a un hueco.
Era noche cerrada.
-Tengo
acalambrados los pies, pero igual mañana nos vemos en el partido de truco. Te
vamos a dar la revancha, dijo tosiendo, el tucumano.
Era
obvio que se dirigía al santiagueño, con el que mantenía una pica provinciana.
El
que tosía, formaba pareja de juego con
otro paisano y enfrentaban siempre a dos santiagueños.
Al
día siguiente se apuraron los cuatro rivales y antes del primer bocado,
comenzaron a jugar.
-¿Tenés
“ pal’ tanto”?
-Siempre
tengo, compañero.
-Envido
entonces, decía y se atoraba con la tos.
-
Quiero, veintitrés, dijo el santiagueño.
-Veintiseis,
son mejores, dijo el de la tos. Y mostró
las cartas, porque pensaba irse al mazo.
-Un
dos y un tres de oro son veinticinco, animal. Perdiste los porotos.
-Si
vos tenes un as y un dos y yo tengo un dos y un tres, te gané, respondió
enfurecido el tucumano.
-Pero
debiste cantar bien: veinticinco y no
veintiséis. ¿Hasta qué grado fuiste?
-No
fui a la escuela, aprendí a jugar al truco con mi primo Eulalio, en el galpón
de la estancia.
De
pronto el tucumano, comenzó a toser muy fuerte, en forma casi convulsiva. Su
cara fue tomando un color borravino, a pesar de que normalmente era pálido.
Escuchaba
que le gritaban:”TRUCO”, pero no podía contestar.
El
había pispiado sus cartas.
Era la tercera, la decisiva. Apoyó, casi con
violencia su baraja triunfal sobre la frente, hizo una gran
inspiración y luego una catarata de
sangre espumosa, cayó sobre la mesa de juego. Se formó un gran charco. Todos
miraban alterados, pero no se movían.
Otra
vez se escuchó, pero ahora como un
martillazo: “TRUCO”.
Juan,
el tosedor tucumano, fue inclinando el
torso y la cabeza, como si estuviera agradeciendo. Golpeó con la parte superior
de su rostro, justo en el centro del
coágulo que se había formado sobre los tablones.
Parecía
que el as de espadas, carta que lucía exitosa, se incrustaba directamente en su hueso frontal.
-
“TRUCO”, se escuchó nuevamente.
El
nacido en Santiago del Estero, estaba alterado. Se había parado y daba pequeños
saltitos.
-“TRUCO”,
“TRUCO”, gritaba y golpeaba con su puño, haciendo temblar las tazas.
Hasta que su propio compañero,
que había sido mano, en un tono casi paternal, le dijo: “no ves que no quiere,
no quiere más”.
Saúl Buk -----17-06-2013
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